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Zárate, Buenos Aires, Argentina
Mi nombre es Luis Sellán; profesor en historia y periodista vocacional. Este es un espacio pluralista,independiente y con opinión, De politica,cultura y sociedad, un lugar donde sembrar ciudadanía.Mails y comentarios a luis.betoluis.sellan@gmail.com

sábado, 28 de mayo de 2016

UN CUENTO MIO

Comparto con mis amigos, la satisfacción de haber sido galardonado; por mi cuento Un extraño en el bar; en el 51º Concurso Internacional de Poesía y Narrativa; "Premio a la palabra", convocado por el Instituto Cultural Latinoamericano.
Les comento que de 804 participantes y 2490 trabajos, mi humilde cuentito fue seleccionado entre los primeros veinte. El próximo 18 de junio en Junín, sabré en que lugar del podio estará el cuento. Para mi, haber sido seleccionado ya es motivo de orgullo. El próximo 18 les cuento. Aquí se los dejo, espero les guste.

UN EXTRAÑO EN EL BAR




Apareció un sábado a la mañana en la vereda del bar, yo como todos los sábados llegué a las diez tras mi rutina previa de caminata y pasar por la agencia a jugar mí boleta de Quini Seis. Me siento en una mesa que, como siempre, busco que dé a la vidriera. Como de costumbre, Fredy, el mozo, me trae un cappuccino y el Clarín. Mientras empiezo a relojear el diario, observo a los protagonistas de siempre que van llegando con sus gestos grandilocuentes, sus bromas futboleras y comentarios políticos dichos con la autoridad típica de filósofos de café. El bar es una jungla donde se confunden los sonidos metálicos con los de lozas, con la música de FM, los televisores sin sonido y una runfla de fanfarrones, timberos, solitarios, embusteros, políticos de cabotaje, vendedores de dólares y levantadores de quiniela que se juntan a tejer alianzas, hacer negocios, mirar culos de pendejas, despuntar el vicio o simplemente a pasar el hastío de la rutina del fin de semana que recién comienza. Algunos parecen haber crecido allí, yo los veía sentados en las mismas mesas, tomando los mismos cortados y repitiendo las mismas consignas de filosofía barata antes que iniciara mis primeros pasos en la carrera cafetera hasta convertirme en uno de ellos.
Cuando yo llegué esa mañana al bar, ya estaba el Colorado Treviño, a quien nunca se le conoció un trabajo, dicen que vive de los alquileres que le dejaron sus viejos y que cagó al hermano. Al rato, entró el Jetón Jorge, que ahora apoya al proyecto nacional desde que consiguió un conchabo en la municipalidad, también estaba el viejo Heber, que vive su homosexualidad con nostálgico secreto y soledad, luego se llenó la mesa de los quinieleros y más tarde llegó Olguita, una octogenaria que a las once en punto siempre llega sola al bar y pide ravioles con salsa, una copa de vino y un flan con crema y trata de hablar con alguien. Siempre lo mismo, siempre los mismos. La falta de alguno de ellos es motivo de sospecha: o están presos o se murieron, como pasó con el Flaco Ramírez, a quien lo encontraron en el baño de su casa tirado en el piso, sosteniendo en la mano el cepillo de dientes con pasta, dicen que ya llevaba tres días muerto.
Esa mañana se vio alterada con la extraña presencia de ese muchacho en la vereda del bar: su aspecto harapiento, sucio y con aparentes rasgos de estar desequilibrado inquietaba a los parroquianos del lugar.
A la gente no nos gustan los pobres, huimos de ellos, no queremos que se acerquen a nuestros hijos, que se asomen a las vidrieras de los restaurantes donde comemos, cerramos las ventanillas de nuestros autos cuando se nos acercan, nos dan miedo, tenemos pavor de ser uno de ellos y, si la pobreza viene acompañada de la locura, nos da doblemente miedo, el terror de entrar en ese laberinto de alucinaciones y soledades de donde nunca se sale. Queremos esconderlos, que se queden en sus barrios, en sus guetos, en los loqueros. Una vecina de mi barrio, que pasa al lado del muchacho, tironea a su hijo y le dice: «No lo mires» y raudamente cambia la mano donde llevaba al niño.
El muchacho estaba sentado apoyado en una columna del toldo metálico del café, entre dos mesas de afuera, y miraba sin pestañar hacia adentro, no faltaron los fachos que saltaron y dijeron:
–Seguro que está drogado.
–Hay que matarlos a todos a estos negros de mierda –dijo un viejo, sentado a dos mesas de la mía.
–Seguro es de la Cámpora –agregó otro tipo, provocando la ira del Jetón Jorge, con quien casi se van a las manos.
La presencia del muchacho había generado una interrupción en la monótona paz y la armonía que caracteriza la vida del bar, donde fachos, troskos, peronistas y gorilas, kirchneristas y anti K, bosteros y gallinas se aguantan resignadamente.
¿Quién sería ese extraño muchacho? ¿De dónde sería?; del pueblo no, estábamos seguros de que no era, acá nos conocemos todos y también conocemos a los loquitos y linyeras de la ciudad, como por ejemplo a Marito, que se viste con las ropas de su madre y toma mates imaginarios por la calle, o el eterno Berto, un linyera todo mugriento que vive en un zanjón debajo de las vías del Mitre, de quien dicen que años atrás los obreros ferroviarios le gritaban un ofensivo: «Chivoooo», a lo que él respondía con un lapidario: «¡Váyanse a la mierda, esclavos del humo!». Con el tiempo fue perdiendo la lucidez y hoy recorre las calles del pueblo ensimismado en su mundo, balbuceando sin parar palabras inentendibles, como un idioma bárbaro que él solo entiende. Un amigo lo rebautizó como Alcuino, aquel personaje de El nombre de la rosa que hablaba todos los idiomas y ninguno.
Yo traté de concentrarme en el Clarín mientras tomaba el último sorbo de cappuccino, pero… de repente un inquietante silencio pareció apoderarse de todo el bar, lo que provocó mi distracción e hizo que dejara mi lectura y mirase hacia la ventana. El muchacho se había levantado y venía decidido a entrar al local, todos mirábamos con inquietud esa extraña presencia. Fredy se quedó instalado en el medio del salón esperando instrucciones del encargado, el joven abrió la puerta e ingresó, miró para todos lados pero especialmente pareció que se detuvo en mí, lo que me hizo bajar la mirada ante el temor de que se acercara o me preguntase algo; sin embargo, se acercó al mozo y le pidió permiso para pasar al baño.
–Al fondo a la derecha –le dijo Fredy y se dirigió hacia allí.
Un silencio y las miradas fijas en el muchacho marcaron el centro de la escena en ese momento, los comentarios en todas las mesas eran: ¿quién sería ese harapiento y mugriento joven?, ¿de dónde sería este loquito?, ¿qué querría en nuestro bar? El viejo Heber les sugirió al mozo y al encargado simultáneamente que vayan a la puerta del baño:
–A ver si hace un desastre –insistió. El mozo fue hacia allí y se quedó pispiando en la puerta, el encargado dejó el mostrador y salió hacia la calle para ver si veía a los de la policía local, por las dudas.
El Colorado Treviño aseguró tajantemente, como solía hacerlo siempre sin el más mínimo fundamento:
–Este es uno de los negros de la villa 31, que trajo el intendente a cambio de las obras de cloacas.
–Andate a la puta madre que te parió, Colorado –saltó el Jetón Jorge, quien además le recordó lo de su hermano.
El Colorado Treviño no se quedó atrás y lo trató de ñoqui y de parásito, estuvieron a punto de agarrarse a piñas si no fuera por el encargado –quien había vuelto de la calle–, que los separó. Nunca nadie le había dicho semejante cosa a Treviño aunque todo el mundo lo decía por debajo.
–A estos negros habría que echarlos del pueblo –dijo, el viejo Heber a un tipo de al lado.
–Callate, viejo bufarrón, justo vos que andás levantando pibes de la villa con el auto –le gritó uno que estaba sentado en la mesa de los quinieleros.
El viejo Heber, enfurecido y rojo de odio y vergüenza, se levantó y sin dejar de mirarlos amenazantemente se fue del bar. A él tampoco nadie jamás le había dicho lo que todo el pueblo murmuraba y que nadie había comprobado nunca. En verdad, la presencia de este muchacho había roto el principio básicamente pueblerino de que hay asuntos sobre los cuales no se habla, solo se murmuran, se cree saberlos. Yo no quería darme vuelta porque atrás de mí tenía a Olguita, que seguro iba a aprovechar la ocasión para hablarme, pero la escuchaba decir que debían llevarlo a un hospital:
–Pobre hijo, para hacerlo ver.
Después de todo, fue la única que tuvo un gesto de piedad.
Al rato, el silencio volvió a apoderarse del bar, los murmullos y elucubraciones se acallaron abruptamente, vimos a Fredy volviendo rápido, tratando de que el chico no lo viese, atrás venía el muchacho, quien se sentó en una mesa cercana a la mía.
El mozo se acercó al joven y le preguntó irónicamente:
–¿Desea algo, caballero?
–Sí, un café con leche, tostadas con manteca y dulce de leche –contestó el muchacho, generando la expectativa de todo el bar, mientras me miró y esbozó una sonrisa. Yo torpemente hice como que volvía a leer el diario.
Fredy fue hacia el mostrador y habló con el encargado un buen rato. Luego volvió a la mesa del muchacho, a quien le preguntó:
–¿Vos tenés plata? Mirá que sale 45 pesos.
–Claro que tengo plata, ¡no me voy a sentar en una mesa si no tengo! –contestó con total lucidez.
El mozo volvió a hablar con el encargado –casi discutiendo– y, retornando a la mesa, le dijo al muchacho, que ya demostraba cierta impaciencia.
–Te voy a tener que cobrar antes, pibe, ¿estás seguro de que tenés plata? –volvió a preguntar con vergüenza ya a esa altura el pobre Fredy.
–Claro que sí, ¡tengo toda la plata del mundo, CABALLERO!, ¿me vas a traer lo que te pedí? –dijo fastidiado el joven.
Pasado un tiempo bastante prolongado –quizás porque tenían la esperanza de que se fuera–, el mozo volvió con el pedido y se quedó esperando el pago, el joven lo miró y sacó del sucio bolsillo de su desgreñada campera 50 pesos, de donde además se escaparon papeles que cayeron al piso y un pestilente pañuelo todo arrugado que denotaba varios días de uso, el cual apoyó en la mesa. Extendió la mano luego, esperando el vuelto y mirando al mozo de forma desafiante. El joven comió las tostadas y tomó el café con desenfreno, se limpió la boca y lanzó un fuerte eructo que hizo dar vuelta a todo el bar, que de a poco parecía retomar su normalidad. Se levantó mirándome fijamente, empezando a caminar hacia mi mesa, yo empecé a sudar, no quería que bajo ningún punto de vista me hablase, pero el joven vino a hablarme, se paró delante de mí, se puso la mano izquierda en el costado derecho de su boca como quien dice un secreto y, hablándome a dos centímetros de mi nariz y escupiéndome, me dijo:
–Yo a este bar no vuelvo más, están todos locos. –Y se fue rumbo a la calle.
No habrían pasado dos minutos y escuchamos un disparo, afuera la gente corría y había gritos de mujeres y de niños. Todo el bar salió expulsado hacia la vereda, corrimos hasta la esquina donde había un remolino de gente y, cuando llegamos, allí estaba el pibe tirado en el piso, vomitando sangre y su último aliento de vida. Frente a él, parado y tembloroso se encontraba un estúpido agente de la policía local sosteniendo un arma y balbuceando sin parar:
–No lo quise matar… Dijeron que era peligroso y que estaba haciendo lío en un bar…, que estaba drogado… No lo quise matar…, no lo quise matar –repetía sin dejar de apuntar con el arma hacia la nada, bueno, en verdad, hacia todos nosotros, que estábamos allí.
Alguna gente aplaudía al imbécil agente:
–Esta es la policía que necesitamos: ¡a estos negros de mierda hay que matarlos a todos! –dijo una mujer muy pintarrajeada y quien lucía un brillante crucifijo en el pecho.
Otros querían linchar al asesino y lo insultaban, Treviño me miró y me dijo:
–No era para tanto, pobre pibe.
El Jetón Jorge se escabulló entre la gente que se había juntado en la esquina.
–Debe tener miedo a que lo identifiquen con la municipalidad y lo asocien con el poli –dijo uno de los quinieleros con razón. Mientras que Olguita se arrodilló frente al cuerpo del desgraciado pibe, sacó un rosario y empezó a rezar.
Al rato llegaron la policía y una ambulancia, la gente empezó a dispersarse, el muchacho ya estaba muerto y al frustrado “cana” se lo llevaron en un patrullero.
Yo también me escabullí: no vaya a ser cosa que me llamen a declarar y esas cosas insoportables, pensé. Por un tiempo, no creo que me den ganas de volver a ese bar de locos.